La gitana se acercó. Ya la había visto por el rabillo del ojo mientras pedía algo a las personas de las otras mesas, ocho o diez, que poblaban la terraza del café. Flaquísima, casi raquítica, desprovista de curvas, se ataviaba con un largo vestido que le ceñía el cuerpo y tapaba su cabeza con un manto que solo dejaba expuesta su cara. Luego de recibir tantas negativas como mesas había ocupadas, se acercó a la suya: - Una moneda – pidió con voz suave, casi inaudible. – Una moneda – repitió, extendiendo la mano derecha, mientras con la otra mantenía ajustado el velo a su cuello. Su interlocutor levantó la cabeza para negar y fijó sin querer sus ojos en el rostro de la gitana: tumefacto, con manchones morados y amarillentos, parecía estar aquejada de alguna enfermedad a la piel o haber sufrido una golpiza. Una mezcla de piedad y repugnancia lo hizo desviar la vista. Derechos reservados. ©
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